No tengo tiempo. Tengo prisa
¿Qué nos ha pasado? ¿Por qué ahora todo tiene que ser inmediato? ¿Por qué no sabemos esperar ni disfrutar de las cosas? ¿Por qué hemos convertido nuestras vidas en carreras altamente competitivas y exigentes? ¿Por qué nos parece un pecado estar sin hacer nada un rato? Y, lo que es peor: ¿por qué ni siquiera sabemos estar sin hacer nada?
Desgraciadamente, gran parte de la culpa la tiene la tecnología. La otra parte, nosotros como sociedad. La economía digital nos ha inmerso en una vorágine de prisas, nos ha inculcado que el gran valor es la inmediatez:
-
que si queremos algo podemos y debemos buscarlo, comprarlo y tenerlo ya.
-
que si una página tarda más de 6 segundos en cargar es que no merece la pena.
-
que si mi envío tarda 3 días no debo comprar ahí.
-
que si no contestas al teléfono a la primera, te mandaré un Whatsapp insidioso porque pasa el tiempo y no consigo contactar contigo.
-
que el cronómetro corre
-
que hay que darse prisa
-
que las ofertas acaban
-
que las plazas de avión se agotan
-
que solo quedan 2 unidades
-
que esta oferta dura 24 horas
-
que hay 7 personas viendo este apartamento a la vez…
¡Qué estrés!
En lo que al marketing respecta, esto hay sido un terremoto, una hecatombe.
Le ensañamos al consumidor a exigir inmediatez y luego, como marcas, tenemos que responder, estar a la altura. Para ser competitivo hoy en día hay que ser, sin duda, rápido. Luego ya veremos si, además, eres bueno, barato, bonito… Pero tienes que ser muy, muy rápido. ¿Cómo, que tu call centre no atiende en domingo?? Vamos a ver, ¡esto no puede ser! ¿Que no me entregas hoy mismo la lámpara, con lo urgente que todos sabemos que puede llegar a ser?
¿Imaginas que hoy en día estuvieran nuestros teléfonos publicados en directorios junto a nuestra dirección de casa?
Pensemos cómo eran las cosas hace unos pocos años.
Si queríamos saber, por ejemplo, si una determinada tienda vendía un producto teníamos que buscar en las Páginas Amarillas, sí, aquellos directorios de papel ultrafino y letras minúsculas que contenían todos los teléfonos del mundo. Los nuestros incluso, con apellidos y dirección.
Si eres muy joven, tendrás que volver a leerlo. Sí, los nuestros, los de todos. ¿Imaginas hoy en día que estuvieran nuestros teléfonos publicados en directorios? No quiero ni pensarlo. Pero hace no tanto, nuestros datos personales estaban publicados en esos pesadísimos tomos.
A lo que voy: si queríamos saber algo, teníamos que encontrar el tomo adecuado, buscar el nombre de la tienda (generalmente por la dirección física), llamar en horario comercial y preguntar. Si esto nos ocurría un domingo, un mediodía o una noche cualquiera, teníamos sí o sí que esperar a que abrieran el susodicho comercio. Y, si lo tenían y lo queríamos, teníamos que desplazarnos a comprarlo. No podíamos saber qué opinaba otra gente, más allá de nuestro círculo cercano. No era fácil saber si era más barato en tal o cual tienda. Y ahí vivíamos, tan felices.
¿Y qué pasa ahora? Que abrimos Google, buscamos y ya tenemos toda la información de la tienda, el horario, las reseñas, la dirección, las fotos, el mapa… Y, si me apuras y hemos buscado directamente el producto, tendremos fotos, precios, opiniones y enlaces para comprarlo en un click al mejor precio del mercado. Pero, si todo esto tarda más de 4 o 5 segundos, nos habremos hartado, habremos perdido la paciencia y habremos cambiado de tercio.
¿A qué te has pensado si leer este post porque te podría “robar” unos 3 minutos?
Somos presa de nuestro progreso.
Compramos comida preparada para ganar el tiempo que usaríamos en cocinar. Qué error, ¡con el placer que es cocinar!
Nos abonamos a plataformas y pagamos cuotas por tener las cosas ya. ¡Con lo agradable que puede ser la espera y el valor que le añade a las cosas cuando son deseadas!
Pagamos porque nos hagan cosas que nosotros sabríamos y podríamos hacer perfectamente, pero queremos para nosotros el tiempo que nos llevaría hacerlo.
Lo peor de todo, es que nos dedicamos a comprar tiempo y luego no sabemos ni qué hacer con él.